La luz apacible by Louis de Wohl

La luz apacible by Louis de Wohl

autor:Louis de Wohl [Wohl, Louis de]
La lengua: spa
Format: epub
editor: Palabra
publicado: 2016-05-17T22:00:00+00:00


CAPÍTULO X

La celda de Colonia era muy parecida a la de París: pequeña, cuadrada, encalada; una mesa; una silla; una alacena. Unos cuantos libros, un cuadro de santo Domingo y otro de Nuestra Señora. En medio, un crucifijo, lo primero que se veía solo con alzar los ojos.

El joven fraile estaba escribiendo. Su corpachón, envuelto en el hábito blanco y negro, parecía llenar la celda y presionar sobre las paredes, como si en cualquier momento fueran a romperse para dejar en libertad a la pujante crisálida que estaba dentro.

Fray Tomás, de la Orden de Predicadores, estaba redactando un tratado en torno a Los nombres divinos, de Dionisio Areopagita. Había cambiado mucho desde los días de Rocca Secca. A pesar de su juventud, el pelo se retiraba de las sienes y el círculo o corona de la tonsura, recortado quincenalmente, se interrumpía a ambos lados de la frente, dejando un mechón en medio. En Colonia lo llamaban «el mechón de san Pedro», por las muchas estatuas y pinturas que representaban al Príncipe de los Apóstoles de esa manera.

Había ganado peso. En parte, por herencia —su padre había sido un hombre muy grueso— y, en parte, por la falta de ejercicio físico y por la comida del refectorio, abundante en féculas, distribuida una vez al día —solo una— desde el 14 de septiembre hasta la Pascua de Resurrección. La mayor parte de los frailes se servían varias veces para poder resistir en ayunas hasta el día siguiente. Así, fray Tomás iba echando papada y un poco de panza. Por extraño que parezca, ambas cosas le favorecían, cosa que no hubiese ocurrido, de ser bajito, pero, como semejaba una torre, su imponente estatura quedaba suavizada. Sin ellas, su inmenso corpachón habría tenido algo de terrible, lo mismo que su cara maciza, con sus espesas cejas negras, sus ojos de búho y su nariz aquilina. Sí, hubiese habido en él algo de agresivo e intimidatorio. Así, producía una impresión de gozo rubicundo, cuando hablaba, y de somnolienta placidez, cuando escuchaba. Impresiones que eran exactas en parte, pero que también confundían, porque expresaban algo de la realidad, pero no la agotaban. Impresiones que incitaban a los novicios a meterse con él, tanto en París como en Colonia, porque los novicios son iguales en todas partes. Le habían puesto el mote de Buey mudo de Sicilia, hasta que lo que había ocurrido en Nápoles se había repetido. Se burlaban también de su imperturbable calma y su ingenua credulidad. Solo una vez había reaccionado con prontitud. Le habían gritado desde el claustro, al pie de su ventana: «¡Hermano Tomás! ¡Hermano Tomás!… ¡Corre, mira! ¡Un buey que vuela!». Mansamente, se acercó a la ventana, siendo recibido con sonoras carcajadas… «¡Se lo ha creído! ¡Se lo ha creído!», gritaban todos. «¡Es bobo!». Tomás, imperturbable, respondió: «Prefiero creer que un buey vuela a pensar que un dominico miente…». Las risas se desvanecieron como por ensalmo, pero aquello le dolió mucho, por proceder de quien procedía. Su aguda réplica ponía de



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